Mi querida Educadora en Diabetes:
Te escribo desde el Hospital General en Sonora, hace un calor impresionante, que mis kilos de más jamás habían sentido.
Lamento ya no poder seguir acudiendo a tus consultas, no sabes cuánto te echo de menos. Mi madre pidió su cambio de trabajo a otra ciudad, tú sabes que ella jamás le tomó la debida importancia a mi condición, decía que se me quitaría cuando creciera.
Los médicos me dicen que mi estado es crítico, probablemente pasado mañana amputen mi pie derecho, espero que no, porque, aunque esté morado y con aspecto feo, aún lo quiero conmigo.
Si algo malo me sucede, me gustaría que a tus pacientes les transmitieras lo siguiente:
“La vida es bella, tal vez corta pero bella. Yo nací con ilusiones, igual que tú; nací pensando que la vida era eterna, igual que tú; que disfrutar cada bocado abundante uno tras otro era lo mejor que existía.
“Quiero que jamás dejes de insistir, no te rindas; el camino se ve duro, pero te vas dando cuenta de que no lo es tanto. Me hubiera encantado cantar en un gran escenario, gritarles a todas las personas del mundo que vivan, ¡que vivan mucho!, ¡que amen y amen mucho!, que respeten su cuerpo y lo lleven por el mejor camino.
“Ahora canto en silencio porque hay otros compañeros en la habitación. Canto una canción de paz, una canción de esperanza, respiro hondo lo más que puedo porque siento que me duele”.
Quiero que nunca deje de trasmitir estas palabras a todos los que las necesiten, sé que si tú estuvieras aquí me dirías algo como “¡vamos Annie, tú puedes!; guerrera contra el viento”, como siempre lo decías.
Con Cariño:
Annie.
Semanas después me llegó la noticia de que había partido a un lugar lleno de paz y tranquilidad, que había dejado esta vida para dirigirse a otra. Me dolió la noticia, debo de aceptarlo, pero también me motivó para compartir a más personas las palabras de Annie.
